A modo de escapada o excursión, mis piés hicieron llegar a mi cuerpo hasta un emblemático lugar o paraje. ¡La Peña Rubia! Montaña sagrada desde hace más de dos milenios y, en donde nuestros ancestros del neolítico enterraron a sus muertos en las mismísimas entrañas de esta mole rojiza y mágica a un tiempo.
Había observado durante años, que se habían iniciado tareas de cantería. Pero desde abajo, como la mayoría.
También escuché por ahí, que taparían sus cicatrices, no sólo por el impacto medioambiental, sino, por el daño que causan a ese "gran toro acostado y vigilante" que algunas plumas escribieron. Un icono o punto de referencia para todos, ciudadanos y visitantes.
Mis ojos quedaron aquélla tarde grís y con algo de calima tormentosa, empañados. Mis pupilas se dilataron al máximo intentando creerse lo que veían.
Una gran parte de sus costillas abiertas en canal. Unas grandes cicatrices que no han sido curadas como manda la ley.
¡La ley! ¡Que palabra tan insulsa!
Apenas unos cuantos camiones de tierra colocados en primera línea, con dos o tres filas de pequeños árboles, han sido suficientes para un cumplido, intentando inutilmente tapar, a la vista, que no a los grandes y escarpados cortados que ponen en peligro constante a todas las personas de cuaquier edad, pastores y jóvenes, que deciden aventurarse a pasear por esa montaña tan cehegínera como nosotros.
A mitad de su ladera, nos anuncian la llegada de la inminente primavera, unos cuantos almendros con sus flores cargadas de olor y color, también alguna abeja que otra intentando beber el néctar de sus flores, lo mismo que ellos intentan clavar sus raíces entre las milenarias rocas jaspeadas, para seguir su supervivencia entre riscos, romeros y heridas.
Francisco Ortega Bustamante
